Violencia

El vacío entre lo que el gobierno decía y lo que la gente veía en televisión nunca fue más grande y la credibilidad de los norteamericanos en sus líderes nunca fue más baja. El apoyo para el Presidente por su manejo de la guerra cayó al punto más bajo de todos los tiempos. El 80 % de los americanos sintió que los Estados Unidos no estaban haciendo ningún progreso en Vietnam.
El 4 de abril de 1968, Martin Luther King Jr. fue asesinado en el balcón de un hotel en Memphis, Tennessee. Motines barrieron la ciudad. Miles de ciudades americanas explotaron; hubo más de 20 mil arrestos y 50 muertes. Setenta y cinco mil tropas fueron llamadas para restaurar la paz. Para muchos, King resumía el sueño de la igualdad racial, pero en los dos últimos años su influencia había disminuido. Ahora, la dirección de la comunidad negra había pasado a figuras más radicales que querían pasar de la desobediencia pasiva a la resistencia activa. Estaban los Panteras Negras, formados como paramilitares en el ghetto de Oakland, California, para una guerra civil. Otros negros nacionalistas llamaron abiertamente a la revolución.
En las primarias de California, en junio, Kennedy ganó por estrecho margen. Cuando abandonaba el hotel por la puerta trasera le dispararon en la cabeza; murió a la mañana siguiente. No hubo alboroto, sólo silencio. El país estaba traumatizado por estos asesinatos. La gente se preguntaba qué ocurría. Por qué el país se había vuelto tan violento.
Todo volvió a la normalidad cuando el Partido Demócrata se reunió en Chicago para elegir a sus candidatos a la presidencia -entre McCarthy o el vicepresidente Hubert Humphrey. Chicago era controlado por el alcalde Richard J. Daley, quien había prometido: "mientras yo ocupe este puesto, habrá ley y orden en las calles". En las revueltas después de la muerte de Martin Luther King, a la policía se le había dado la autoridad de "disparar a matar". Daley estaba determinado a mantener el orden durante las convenciones y no tenía intención de permitir ninguna marcha. La policía, algunos de ellos sin uniforme, atacó a un grupo de hippies y yuppies en el parque Lincoln y los persiguieron con porras y bastones. En la noche que Humphrey aceptó la nominación, la policía usó gas lacrimógeno para deshacer las protestas afuera del hotel donde se realizaba la convención.
Más de 200 policías trataron de infiltrar la marcha. Protestantes, periodistas y hasta ciudadanos ancianos fueron aporrados y golpeados. El gas lacrimógeno entró en el hotel, mientras Humphrey preparaba el discurso de aceptación. En la televisión en vivo, las cámaras captaron las extraordinarias escenas de afuera. Humphrey se quedó con la nominación del partido, pero estaba destruido. "Chicago era una catástrofe", dijo después. "Mi esposa y yo fuimos a casa con el corazón destrozado, apaleado y golpeado".
Sólo una semana después que los soviéticos sorprendieron al mundo con el movimiento de tropas hacia Praga, la policía de Chicago, de acuerdo con el The New York Times, "trajo la vergüenza a la ciudad, avergonzándola frente al país".
REPERCUSIONES:
Del otro lado, la dictadura encubierta de la Comisión de Actividades Antinorteamericanas, encabezada por el senador McCarthy, había sumido a la sociedad estadounidense en una crisis de valores frente a la que se alzó la figura del líder demócrata John F. Kennedy, elegido presidente en las elecciones de 1960. Las promesas de regeneración de Kennedy devolvieron el entusiasmo a los ciudadanos y supusieron una bocanada de aire nuevo, un nuevo estilo de hacer política más alejado de los intereses del gran trust comerciales y más sensibles a las demandas liberales de las minorías negras y las nuevas generaciones.
Paradójicamente, serían precisamente estos dos abanderados de una nueva era de coexistencia pacífica quienes protagonizarían la crisis militar que puso al mundo al borde del holocausto atómico: la célebre crisis de los mísiles, en 1962, cuando la URSS quiso instalar mísiles en territorio cubano. Un año antes, en abril de 1961, había fracasado el intento de invasión de Cuba protagonizado por mercenarios cubanos exiliados, organizado por la CIA durante el mandato del presidente Eisenhower y ejecutado al poco de llegar Kennedy a la presidencia. La falta de apoyo aéreo a la invasión que tuvo por escenario la bahía de Cochinos, demostró que Kennedy no estaba dispuesto a ir más lejos. Pero el que hubiera permitido que por lo menos se intentase revelaba también que Estados Unidos no estaba dispuesto a desentenderse de lo que ocurría en Cuba. Más aún si se trataba de mísiles. La crisis se saldó con la retirada de las armas soviéticas, pero el fantasma de la Guerra Fría seguía gozando de buena salud.
El asesinato de Kennedy, el 22 de noviembre de 1963, y la destitución de Kruschev al año siguiente fueron dos portazos a las esperanzas de cambio y sus consecuencias son hoy todavía motivo de debate. Es unánime la opinión de quienes ven en la frustración del reformismo de Kruschev el principio del fin de los regímenes comunistas en Europa, encerrados desde entonces en un laberinto burocrático autoritario sin salida. Y la película de Oliver Stone, JFK, se hizo eco de la añoranza de la era Kennedy, últimamente enarbolada como bandera por el presidente Clinton, y de la denuncia del magnicidio de Dallas como el inicio de una era de corrupción y devaluación del sistema democrático que conduciría a las presidencias de Nixon y Reagan, plagadas de escándalos como el Watergate y el Iran-Contra.
Pero la década de los 60 conoció también otras iniciativas de paz al margen de la voluntad de las grandes potencias. La principal de ellas fue la constitución del Movimiento de Países No Alineados, en la Conferencia de Belgrado de 1961 convocada por el entonces dirigente de Yugoslavia, Josip Tito. Una iniciativa que respondía al protagonismo del Tercer Mundo, donde los procesos revolucionarios de países como Cuba y Vietnam, la independencia de Argelia o las luchas anticoloniales de Nasser en Egipto o Nehru en la India, eran una llamada a la conciencia de los ciudadanos de Occidente.
Los 60 empezaron siendo años de barbudos, por las simpatías que Fidel Castro y sobre todo el Che Guevara, cuya muerte en Bolivia en 1967 lo elevó a la categoría de mito, despertaban entre los jóvenes de medio mundo, pero se convirtieron pronto en los años de las melenas, seducidos por el nuevo espíritu de un grupo de músicos de Liverpool cuyo nombre haría época: los Beatles. Unas melenas que no solo tenían el declarado propósito de molestar a los mayores, que se molestaban a modo, sino también de poner en solfa la sexualidad de la época. Que un chico y una chica compartieran vaqueros y cabello largo era una manera explícita de señalar que eran iguales, una forma de liberarlos de los tabúes asociados al sexo. Unos años después, el conjunto Los Bravos vendrían a explicárselo más claro a los españoles, que no estaban en los 60 para muchos trotes porque si la moral oficial francesa podía resultar a un parisino trasnochada, la española daba directamente ganas de vomitar, cuando no conducía al aspirante a rebelde a los solanos de la Dirección General de Seguridad. Decían Los Bravos «Los chicos con las chicas tienen que estar». Y semejante versito naif era casi una blasfemia en tierra hispana, mientras por las Europas los jóvenes trataban de digerir ese vivir sin vivir en sí que provocaban el amor libre y sus diversas combinaciones matemáticas (dúos, tríos, comunas).
Mientras en Francia los jóvenes izquierdistas reprochaban a los sindicatos su falta de radicalidad, en 1963 nacía en España entre sobresaltos el movimiento de Comisiones Obreras, pronto perseguido con saña por la Policía. En 1963, mientras el comunismo ejercía una indudable influencia sobre numerosos intelectuales europeos, en España era fusilado el dirigente comunista Julián Grimau, entre fuertes protestas internacionales. Y si los estudiantes estadounidenses acampaban con sus guitarras y sus melenas ante la Casa Blanca para protestar por la guerra del Vietnam, los españoles corrían el riesgo de acabar como Enrique Ruano, que moría en 1969 al ser arrojado por una ventana de la Dirección General de Seguridad de Madrid. La versión oficial fue que saltó al vacío en un descuido de sus solícitos guardianes.
Definitivamente, los años 60 no tuvieron para los jóvenes españoles la misma luminosidad que pudieron tener para los de París, Berlín o California, pese a la luz de esperanza que cantantes como Raimon o Serrat arrojaban con sus canciones. De modo que cuando los vientos de cambio que venían a lomos de los nuevos ritmos, las nuevas vestimentas, los nuevos usos amorosos, la nueva solidaridad con los países del Tercer Mundo, tomaron cuerpo en lo que ha pasado a la historia como el Mayo del 68, en España fueron muy pocos los que pudieron sentir la conmoción en directo. Aquí solo llegaron los ecos, en medio de algunos conatos de protesta estudiantil reprimidos por el Régimen. Llegaron las consignas: «Prohibido prohibir», «La imaginación al poder», «Cuanto más hago el amor más quiero hacer la revolución, cuanto más hago la revolución más quiero hacer el amor». Llegaron algunos nombres legendarios como Daniel CohnBendit o Alain Krivme. Y las canciones. Esas canciones de Leo Ferre, de Jacques Brel, de George Brassens, de Moustaki, que venían de las barricadas de París. Y las otras, los cantos de Joan Baez o de Bob Dylan, que arrasaban en el campus universitario de Berkeley. Campus de los que llegaban también las historias que hermanaban revolución y sexo (como había sucedido ya en la Revolución Francesa o en la misma Revolución Rusa) y cuyo máximo portavoz era el pensador Herbert Marcusse.
Todo un vendaval crítico que sobresaltó a los poderosos del bloque occidental y que contagió, mediante el Concilio Vaticano II, inaugurado en 1962, incluso a una institución tan conservadora como la Iglesia católica. Un vendaval que coexistía con otra corriente que, disimuladamente, pugnaba por transformar el mundo en sentido inverso al que le señalaban los jóvenes del 68: la influencia de la televisión, que difundía la paulatina uniformidad cultural y la pasividad del espectador. Los 60 fueron años triunfales para la televisión, años de pasmada fascinación ante las monerías del perro Rintintin, de cavernícolas aventuras de clase media prehistórica en Los Pica piedras, de la magia de Embrujada, los sanos embrollos de Bonanza o los sueños cutres de prosperidad de Un millón para el mejor.
Pero al otro lado del Muro que se había levantado en Berlín, en tan solo una semana, durante el mes de agosto de 1961, y que simbolizaba la Guerra Fría, también había un viento de esperanza. Pero a la caída de Kruschev, en Checoslovaquia el Partido Comunista, dirigido por Alexander Dubock, inició un proceso de reformas desde finales de 1967 que suponía de hecho la incorporación de los valores democráticos al socialismo. Sus autores lo bautizaron como «socialismo de rostro humano» y la prensa como Primavera de Praga.
El final del año 1968 tuvo amargas consecuencias a ambos lados del Muro. Mientras en Occidente la revolución de Mayo se ahogaba en su propio entusiasmo, incapaz de organizar una alternativa al poder constituido, extraviada en sus rasgos más exóticos, desatendida por la izquierda tradicional, en el Este, los tanques del Pacto de Varsovia se encargaban de borrar los rasgos humanos del rostro del socialismo, dando al traste con la Primavera de Praga y con la carrera política de su líder.
De igual modo que las caídas de Kennedy y de Kruschev tuvieron efectos a largo plazo, el fracaso del Mayo y de la Primavera de Praga lo tuvieron a más corto plazo. En primer lugar, generando un sentimiento de frustración que venía a ocupar la plaza de las a veces ingenuas esperanzas que guiaron buena parte de la década. Y junto a ese sentimiento, la búsqueda en Occidente de otras vías más violentas para lograr la transformación del mundo. Desautorizada definitivamente la URSS como referente utópico, la remota y criptica China, con la figura legendaria de Mao-Tse-Tung, se convertía en polo de atracción indiscutible. China mantenía malas relaciones con la URSS y su revolución cultural, que estuvo plagada de abusos, era percibida desde Occidente como un sano intento de cambiar la vida. Menudearon los grupos pro chinos y pronto surgieron los embriones de las guerrillas urbanas que, como la Fracción del Ejército Rojo, en Alemania, o las Brigadas Rojas, en Italia, darían forma al terrorismo de los años 70. Junto a ellos, los 60 alumbraron también formas de violencia nacionalista.
En Irlanda del Norte, continuó el protagonismo del IRA y las movilizaciones políticas de líderes como Bernardette Devlin. Y en 1961 nacía en el País Vasco ETA, que tomaría el camino de la violencia terrorista en 1968. En el Este, bajo la nueva helada de la era Breznev, iba a germinar poco a poco la disidencia, que terminaría, dos décadas después, con los regímenes que habían aplastado el sueño de libertad de Praga. Y en las espesuras asiáticas de la jungla de Vietnam se formaba el pantano político, moral y militar que acabaría llevando a la derrota a Estados Unidos de América.
Los años 60 se cerraron con una fantasía hecha realidad: la llegada del hombre a la Luna, pero también con crispación, como un sueño grato que de pronto se torna angustioso. Muchos de sus ideales se hundieron para siempre, pero el mundo ya no volvió a ser el mismo tras su década: ni las costumbres sexuales, ni las pautas morales, ni el papel de la música o de la moda o de la televisión. Ni siquiera los mismos protagonistas de aquellos años, muchos de los cuales terminaban ofreciendo el triste espectáculo de su reconversión en estresados yuppies, en lo que más odiaron, en hombres de orden.
Quizá el exponente más simbólico de la pesadilla final de los años 60, que ha llegado hasta la actualidad, sea el problema de la droga. El LSD, la heroína, el porro, armas reivindicadas en diferentes grados por intelectuales y artistas de la época como liberación de la imaginación y los sentidos, acabarían por convertirse, de la mano de la frustración y del mercado negro, en letales puñales esclavizadores, en fuentes de turbios y sangrientos negocios, en una eficaz forma de alienación. Como Icaro, los jóvenes de los años 60 levantaron vuelo hasta rozar el Sol. Como él, más dura fue su caída. Las luces de aquella empresa y sus sombras llegan ahora, una vez más de la mano de la música. Ahora, como entonces, la música de los 60 ofrece, ingenua a veces, rebelde, soñadora o provocadora, un camino para despertar la imaginación dormida. Un esfuerzo que, pese a todo, siempre merece la pena. Al fin de cuentas, Icaro logró escapar del laberinto que le apresaba, aunque fuera a través de la muerte.


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